El fondo de la novela es Oviedo, un Oviedo que está y no está, al que ya le faltan muchos lugares. El Oviedo de una generación que nació entre mediados de los sesenta y de los setenta del pasado siglo.
Santiago, cinéfilo, melómano y descreído, regresa a su ciudad para quedarse, jubilado antes de tiempo y sin planes especiales, sin esperar demasiado, sabiendo que ya no será esclavo del teléfono del trabajo. Pero en Oviedo le espera una promesa por saldar, la que hizo hace mucho a una amiga que ya no lo es y que pudo ser algo más: la indescifrable y magnética Lola.
Como un detective improvisado, Santiago investiga acerca del paradero de Laura, la hija pequeña de Lola, y por el camino se encuentra con las mujeres de su vida, con hermanas y sobrinos, con amigos de siempre y amigos nuevos, aunque también con gente a la que nunca habría querido conocer. Casi sin darse cuenta, se ve envuelto en una trama salpicada de crímenes sin resolver.
De crímenes que a casi nadie le importan.
La tranquilidad de Oviedo se diluye cuando llega la noche y hasta la niebla se esconde.
Gonzalo Rivaya (Oviedo, 1966).
Los veranos en La Mafalla, los partidos en el viejo Tartiere con ese olor a hierba segada y faria, el galipote de San Juan de Nieva, los partidos del CAU, los días del espectador, los sábados noche de hockey patines de La Cibeles, el San Ignacio, el Baudilio Arce, los buenos años del Alfonso II, las tantas matrículas del Derecho inacabado, la casa de los padres de Tato, el Oviedo de mil colores grises que ya no busco…
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